martes, 4 de noviembre de 2014

NUESTROS ABUELOS CUENTAN...


L@s alumn@s pequeñ@sde la ESO han tenido la visita de sus abuelos en estos años. El objetivo era promover la transmisión oral de las leyendas que nuestros mayores saben y transmitir su valor simbólico para fomentar la lectura. L@s abuel@s fueron acompañados por la profesora de lengua. Les agradecemos su entusiasmo y su vitalidad que no han perdido con los años.



Alguno de nuestro abuelos ha sido tan amable de dejarnos por escrito de lo que nos habló. Presentamos aquí su exposición.



Como habréis oído relatar a vuestros padres y a vuestro maestro, hace muchos siglos los romanos llegaron a esta región del Bierzo y encontraron toneladas de oro en un lugar que llamaron Monte Medulio y, luego, Las Médulas.
El oro lo transportaban en carretas tiradas por caballos hasta los puertos del Mediterráneo y, desde allí, lo llevaban en barco para Roma.
A casi todos los hombres de la región les obligaron a trabajar para ellos en la mina; y apenas les daban de comer un pedazo de pan y media docena de castañas.
Dos de esos trabajadores de este pueblo, jóvenes y fuertes, hartos de servir a los romanos como esclavos, una noche plagada de tormentas, decidieron escapar; y se escondieron en una cueva que hay como a 3 km. de su pueblo, San Miguel, en un lugar muy escarpado y de muy difícil acceso y que todos llaman de la Loba Parda.
Sabían que el oro lo llevaban en una carreta hasta el castro que habían construido en lo alto de un monte cercano y que hoy se llama Pico del Castro. Dormían allíy, al amanecer, bajaban por el barranco de la dehesa hasta la llanura de Almázcara. Así que urdieron la forma de hacerse con el oro y ser ricos para toda la vida.

Esperaron escondidos, y, cuando la carreta bajaba a toda velocidad por el barranco de la dehesa, derribaron sobre el camino un árbol que ya tenían medio cortado. El carruaje volcó, quedando malheridos los soldados que la custodiaban. Pero todo lo demás no les salió como lo habían pensado. Y, aunque mataron a los soldados en la emboscada, uno de los jóvenes del pueblo murió y el otro quedó con una herida profunda en su costado derecho. Este, sin embargo, con gran esfuerzo, aún pudo arrastrar el arcón con el oro por el barranco de la dehesa hasta la guarida de la Loba Parda y allí, al fondo, escavó un gran hoyo y lo enterró. Después, desangrándose, el sueño se apoderó de él y ya nunca despertó. Y, así, pasaron los siglos sin que nadie supiera del oro escondido; aunque, ya entonces, muchos afirmaron que una loba había descuartizado y comido , en aquella cueva, a un joven del pueblo. Desde entonces, los pastores trataban de evitarla, porque siempre encontraban a la entrada y, como custodiándola, una loba parda.

Cuando yo era niña, prosiguió mi abuela, había en el pueblo una joven y hermosa pastora llamada Florinda, a la que la gran peste de ese siglo la había dejado huérfana. Ella, fuerte y decidida, salía adelante cuidando su rebaño de ovejas.
Un día, se desató una gran tormenta y, a su pesar, no tuvo más remedio que guarecerse en la cueva de la Loba Parda. Como la tormenta arreció y parecía no tener fin, las ovejas entraron también en la cueva y se apretujaron contra ella, arrinconándola cada vez más hasta el final de la tenebrosa gruta.
Entonces, con el cayado que tenía para guiar sus ovejas y defenderse del lobo que, con frecuencia, merodeaba por aquellos lugares, comenzó a cavar para quitar un saliente y hacer más hueco. Pronto tropezó con algo duro y, pensando que era una gran piedra, quiso sacarla, hasta que se dio cuenta de que era un cofre completamente oxidado. Lo abrió y, a la luz de un relámpago, vio con sorpresa que estaba lleno de oro.
Reprimiendo su emoción, metió en el zurrón un buen lingote y volvió a enterrarlo, aún más profundo, con el resto del oro que había encontrado.
Por fin, amainó la tormenta, recogió sus ovejas y, como siempre, las encerró en el establo dejándoles comida para varios días.
No pudo dormir, y, al amanecer, cogió el zurrón y fue a Ponferrada a casa del viejo tratante de joyas. De vuelta al pueblo, habló con su vecino y le dijo que tenía que irá Madrid para solucionar un asunto muy urgente y le hizo una propuesta muy ventajosa. Le daría 20 reales en monedas de plata y una oveja por cada mes que faltara. El vecino se lo agradeció, y ella, todavía vestida de pobre zagala y con su viejo zurrón al hombro, tomó la diligencia que iba de Coruña a Madrid.

Pasaron los meses y, un día, una espléndida calesa paró en la plaza del pueblo. Ya los niños la habían seguido y luego corrió por todo San Miguel la noticia de que había vuelto la zagala, vestida como una princesa, y con un señor, joven y apuesto, que era su marido.
Todos se asombraron al ver cómo se bajó el primero y luego, dándole la mano con delicadeza, la ayudó a bajar del carruaje. A continuación se dirigió al vecino de su joven esposa dándole una moneda de oro y un papel firmado en el que constaba que le cedía todo el rebaño.
A la mañana siguiente, después de visitar la cueva de la Loba Parda, (alguien les vio meter un pesado cofre en el carruaje) marcharon hacia Coruña y, allí, embarcaron para América.
Pasaron los años y no supieron más de la gentil zagala hasta que vino un indiano y dijo que tenían en Argentina una enorme hacienda con muchos criados, y que eran muy ricos.
Durante varias décadas no se tuvieron más noticias de ellos, hasta que, un día, una diligencia, atravesando las calles del pueblo, paró en la plaza del convento. Corrió otra vez la noticia de que había vuelto la pastora, y todos vieron cómo el palafrenero ayudaba a bajar a una distinguida señora, ya muy anciana, pero de aspecto todavía noble y agraciado.
Era la zagala. Habiendo muerto su marido, dejó la hacienda para sus criados ( muchos de ellos lloraron al despedirla), y se vino con un pequeño pero pesado cofre, a pasar sus últimos días en la tranquila soledad del convento de San Miguel.
Al año siguiente, todo el pueblo vio cómo comenzaban las obras para su restauración; y nadie dudaba que todo estaba sufragado con lo que encerraba aquel misterioso cofre que la anciana Florinda había bajado del carruaje e introducido en el viejo monasterio.

A su entierro vino el obispo de Astorga, y las monjas decían que era una mujer santa que encontró y tuvo el tesoro, pero que el tesoro nunca se había apoderado de ella. Sólo le había servido para hacer feliz a la gente que estuvo a su alrededor.

 



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