ESTA ES MI HISTORIA:
La Joven Lectora.
Érase una vez una
niña, llamada Valentina, a la que le encantaba leer.
Ella leía,
leía y leía y nunca paraba.
Pasaba las tardes
en la biblioteca, viajando por todo el mundo con los libros de geografía;
llorando, con las novelas tristes; riendo, con las historias alegres; viviendo
aventuras, con los libros de acción; aprendiendo a enamorarse, con las
historias de amor…
Letra tras letra,
palabra tras palabra, página tras página, capítulo tras capítulo, terminó por
leerse todos los libros de la biblioteca municipal, tanto de la sección
infantil, como de la de adolescentes, como de adultos.
No quedaba nada más
que pudiera leer, así que sólo podía releer.
Y volvió a leer los libros que más le gustaban, una y
otra vez, hasta que casi se aprendió las palabras de memoria.
Una tarde, cuando
guardaba una de sus novelas favoritas en una estantería,
lo vio. Era un gran libro forrado de cuero, en la más alta de las baldas, casi
rozando el techo, sin ningún otro libro alrededor.
Y decidió que debía
leerlo.
Estiró la mano,
pero apenas cubría la mitad de la distancia que la separaba del libro. Pero no
se dio por vencida. Cogió La Isla del Tesoro, Viaje al Centro de la Tierra, Don Quijote de la Mancha y un par de
libros más, apilándolos uno sobre otro, y se subió a la pila, estirando la mano
de nuevo.
Pero seguía sin
alcanzar el preciado volumen.
Guardó los
respectivos libros de la pila en sus sitios. Corrió al lugar donde se solía
sentar la bibliotecaria, que no se hallaba presente en esos momentos. Y casi lo
agradeció, porque no estaba segura de que la bibliotecaria le dejara llevarse
la enorme escalera, que estaba colocada junto a la pared, detrás de su silla.
Valentina, tras
coger la escalera, la arrastró no sin dificultad hasta la estantería. Cuando se
cercioró de que era completamente seguro subirse a ella, abordó el primer
escalón con cuidado, agarrándose fuertemente a los siguientes escalones.
Entonces
llegó al último escalón. Estirando su brazo tomó el libro, que
le pareció extraordinariamente ligero y bajó con más precaución aún, con el
esbozo de una triunfal sonrisa en los labios.
Dejó la escalera en
su sitio inicial (con un poco de suerte, la bibliotecaria no se daría cuenta de
sus andanzas), y se sentó sobre una mullida alfombra.
Intentó abrir el
libro, esperando sumergirse en mil nuevas fantásticas historias, pero la
sonrisa se borró de su cara.
No podía abrirse.
Estaba cerrado… con llave. Miró la cerradura oxidada, buscando una posible
solución.
Se sacó una
horquilla del pelo e intentó forzarla. Pero fue inútil.
Entonces pensó en
todos los libros que había leído. Pensó en llaves.
Llaves encantadas
que abrían la puerta de otro mundo, llaves refinadas, llaves antiguas, llaves
de casa y del garaje, llaves de mil formas y colores que abrían la puerta a
nuevas y fantásticas aventuras.
Una llave dorada
tomó forma en el aire y descendió suavemente hasta la mano de la niña que, sin
dudarlo un segundo, la introdujo en la cerradura. Descubrió con placer que
giraba fácilmente.
La llave se diluyó
en el aire.
La niña retiró la
envoltura de cuero que le había impedido abrir el libro e intentó abrirlo de
nuevo.
Pero tampoco pudo.
Dos recias correas
de dura piel estaban atadas con un nudo imposible alrededor del libro,
impidiendo su apertura.
Tiró de ellas, pero
eran tan fuertes que no se desplazaron ni
medio milímetro.
Valentina pensó en
todos los libros que había leído. Pensó en hadas que, cuando agitaban sus varas
mágicas, desataban cualquier nudo; en niños tan hábiles que reconocían todos
los tipos de nudos; en nudos imposibles de hacer y deshacer, nudos marineros,
nudos de cordones de zapatos, nudos duros y flojos…
Entonces,
lentamente, el nudo comenzó a deshacerse por sí solo hasta desaparecer.
La niña despojó al
preciado libro de las correas de piel e intentó abrirlo de nuevo.
Por tercera vez, su propósito no llegó a buen puerto.
Las páginas estaban
estrechamente pegadas entre sí por una especie de resistente resina de color
ámbar. Ella rascó con las uñas y con su horquilla, pero apenas se desprendieron
unas esquirlas.
Completamente
derrotada, dio rienda suelta al llanto.
Las lágrimas se
deslizaron por sus mejillas y aterrizaron suavemente sobre el fuerte pegamento,
que se derritió lentamente hasta que solo tuvo entre sus manos un libro grande,
extrañamente ligero, con las páginas algo húmedas.
Lo intentó abrir y
quedó embriagada por el júbilo, cuando comprobó que lo había conseguido. Por
fin, lo leería. Sería transportada a nuevos mundos con el poder de las
palabras…
Sin embargo, sus
fantasías se desvanecieron lentamente.
En blanco. Todas y
cada una de las páginas del libro estaban
completamente en blanco.
Pasó hojas,
desesperada, buscando febrilmente algún indicio de que un esbozo de tinta
hubiera manchado alguna página.
Y no encontró nada.
Cerró el volumen de
golpe. Lo colocó en su regazo.
¿Quién iba a querer
encuadernar un libro en blanco? Ella no, desde luego.
Entonces se
cercioró de que el libro se hacía cada vez más pesado en su regazo y reconoció
aquel peso. Comprendió por qué el libro había sido tan ligero antes. Le faltaba
el peso de las palabras.
Lo abrió por la
primera página; encantada al comprobar que las letras iban apareciendo poco a poco,
como si fuera un libro mágico. Y empezó a leer.
“Érase una vez una
niña, llamada Valentina, a la que le encantaba leer.
Ella leía, leía y
leía y nunca paraba.
Pasaba las tardes
en la biblioteca, viajando por todo el mundo con los libros de geografía…”
Se frenó en seco.
Le sonaba mucho, hasta que reconoció su propia historia en las palabras del
libro, que no estaba hecho para leerlo, sino para que alguien plasmara sus
fantasías allí.
Se giró,
sintiéndose observada y vio que la bibliotecaria la miraba con una amplia
sonrisa en el afable rostro.
Volvió sus ojos al
libro y comprobó que las letras se borraban tan rápido como habían aparecido,
reemplazadas por una frase que la llenó de alegría:
“RECUERDA QUE LAS
MEJORES HISTORIAS AÚN ESTÁN POR ESCRIBIR”.
“Y UNA DE ELLAS ES
TU HISTORIA”.
FIN
PATRICIA ÁLVAREZ BARRIOS, 2º ESO
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LA VIDA ES POR SI MISMA UNA NOVELA
Ya no quedaba nadie en el teatro,
salvo el eco de los últimos murmullos de los más rezagados.
Los aplausos de hacía sólo escasa
media hora dormían en la oscuridad del patio de butacas.
Los operarios ya habían desmontado
los útiles que utilizamos para la presentación de mi último libro.
El escenario, ruborizado en su
desnudez, por mi incómoda presencia, hacía crujir las tablas de la superficie
donde se apoyaba.
En un rincón descansaba una enorme
fotografía de cuando era pequeño, no debía de tener más de diez años, tumbado
sobre la alfombra de la biblioteca de mi casa, leía absorto un libro. Debajo de
la misma, unas enormes letras negras revelaban mi nombre, Sergio Laviades.
Enfrente, mi personaje de ficción,
el caballero de la Orden
del Temple, Don Enrique De Alarcón, parecía querer despojarse del cartón
troquelado que le servía de soporte.
Me senté en la primera fila y
suspiré, el mutismo cómplice de aquel recinto, nunca revelaría a nadie, que me
sentía abrumado.
Tenía sólo quince años, pero me
había convertido en el escritor más leído por la juventud de varios países
europeos.
Las aventuras de mi Caballero
Templario se habían traducido a varios idiomas. Esa noche, había presentado una
nueva entrega en el teatro de mi ciudad, con un éxito importante.
Cerré los ojos y pensé en mi
padre, y en como Don Enrique de Alarcón, mi personaje, entró en mi vida.
Habían pasado más de tres años
desde aquel aciago atardecer, en el que mi padre y yo regresábamos de una
conferencia sobre las Cruzadas.
Él era un prestigioso profesor e
historiador. Podía escucharlo hablar durante horas; tenía la increíble cualidad
de que cualquier acontecimiento histórico que relataba parecía una fascinante
aventura.
Aquel día estaba especialmente brillante,
el público le escuchaba boquiabierto. Yo no podía apartar mi mirada de él, me
invadía un profundo sentimiento de orgullo, y repetía mentalmente cada una de
sus palabras con satisfacción.
Sin embargo, en el juego con el
destino, esa tarde llevábamos mala mano. La carretera como serpiente agitada
por la tormenta nos lanzó fuera de ella.
Mi padre llevó la peor parte. Yo
con mejor suerte, sólo hice añicos mi pierna izquierda. Un costurón de la
operación y una leve cojera quedaron como secuelas de esa broma amarga del
destino. La cicatriz más profunda perduraría en el alma.
Durante meses, pasé las tardes en
la habitación de mi padre, leyéndole los libros que más le fascinaban, los
cogía de su biblioteca con mucho cuidado, sabía que para él, eran verdaderos
tesoros.
El sonido monótono, que emitía el
respirador que auxiliaba sus pulmones, acompasaba mi lectura apasionada de
todas aquellas historias maravillosas.
Una tarde escogí un libro, en el
que nunca antes me había fijado. Reposaba en el escritorio de mi padre sobre un
montón de papeles. Era un tratado sobre la Orden del Temple. Me apresuré a compartir mi
lectura con papá, recordaba que él tenía especial devoción por la historia de
esa Orden monástica. En cuanto abrí el manual, observé que mi padre tenía
varias anotaciones en los márgenes. Era un esquema de ideas para desarrollar
una novela sobre la vida de un héroe templario que protegería el camino de
Santiago de villanos a su paso por el Bierzo.
-Papá ¡Esto es asombroso!-
exclamé, aunque sabía que no podía responderme. Yo notaba que me escuchaba.
Cuando le leía sus libros favoritos, sus ojos pestañeaban avivadamente. Estaba
seguro de que mi padre se escondía en algún lugar de ese cuerpo inerte.
Durante días me dediqué a leer el
libro de los templarios, quería saberlo todo sobre ellos, como mi padre. Él
también parecía disfrutar con la lectura. Hubiera jurado que en algún momento,
un esbozo de sonrisa había asomado en su pálido rostro.
- Papá, imagínate la capa blanca del
caballero ondeando al viento, cabalgando en su negro corcel a través de un
bosque de castaños, acudiendo raudo, en auxilio de un pobre peregrino. ¿Puedes
verlo, papá? ¡Desenfundando su resplandeciente espada, mientras persigue a un
rufián asaltante de caminos!
Yo fantaseaba con aquel caballero,
soñaba despierto con mil y una aventuras. Le imaginaba tras los muros del
Castillo de Ponferrada, recorriendo sus salas, sus patios….
De pronto se me ocurrió.
- ¡Papá!
¿Qué te parece el nombre de Don Enrique De Alarcón? Suena bien, ¿verdad? En ese
momento, me pareció escuchar un suave susurro de mi padre. Me incliné sobre él.
- ¿Has dicho algo? – pregunté
expectante.
-¡Escribe la historia! - un débil
hilo de voz salió de los labios de papá.
-¡Sabía que estabas aquí! - le
abracé con esperanza.
Trasladé mi mesa de estudio a la
habitación de mi padre, y comencé a relatar la vida de mi caballero de la Orden del Temple.
Leía a mi padre cada línea que
escribía, y sentía como su rostro se llenaba de luz.
Los compañeros de mi padre acudían
a menudo a visitarlo. Una tarde decidí enseñarle al editor de sus libros, gran
amigo suyo, todo lo que llevaba escrito. Lo ojeaba impresionado.
– Tu hijo tiene talento, veremos qué
podemos hacer- le dijo a mi padre apretándole su mano inmóvil.
Ambos percibimos una mueca de
satisfacción en su agotado semblante.
Desde aquel día, las aventuras de
Don Enrique de Alarcón, estaban más cerca de ser conocidas por todos.
Cada tarde, a la salida del
colegio, me dirigía a la editorial, los correctores me ayudaban con los textos
y un ilustrador dio vida, cuerpo y rostro a mi personaje de ficción.
Al regresar a casa, contaba a mi
padre los progresos que hacíamos, le llevaba los dibujos y las correcciones.
Aprendí a leer en sus pupilas lo orgulloso que se sentía.
El día que cumplí trece años, la
editorial presentó el primer volumen de las peripecias de mi caballero. Pronto
se convirtió en un éxito de ventas; empezaron las entrevistas en televisión, en
prensa, etc.
Mi editor y mi madre me
acompañaban siempre, pero yo echaba de menos la presencia de mi padre. Estaba
deseando llegar a casa, a su habitación y contarle todo.
Le leía lo que publicaban los
periódicos, las revistas. Él me esperaba, percibía lo feliz que se sentía.
Seguí escribiendo a su lado. Todo
el tiempo libre que me dejaban mis estudios, se lo dedicaba a mi padre y a Don
Enrique de Alarcón.
Hoy, mi caballero templario y yo
seguimos solos en la aventura. Mi padre perdió la última cruzada que libró.
Sigo escribiendo en la habitación
que fue de papa, no podría hacerlo en otro lugar.
De alguna manera sé que los tres
siempre galoparemos, sobre la grupa del fuerte corcel de mi caballero de la Orden del Temple.
Oigo pasos a mi espalda, comienza
a hacer frío en el teatro.
-¿Vamos Sergio? – pregunta mi
editor.
-El tercer libro de D. Enrique de
Alarcón está superando todas las expectativas - afirma.
Echo un último vistazo a mi
alrededor. Y recorro el largo pasillo hasta el exterior. Un coche me espera.
Pero yo quiero regresar a casa caminando. El cielo estrellado guía mis pasos
hasta el Castillo de Ponferrada. Lo observo, seguramente tras esos muros, Don
Enrique de Alarcón, descansa antes de partir a su próxima aventura.
Regreso a mi hogar, y voy directo
a mi escritorio, cojo la vieja pluma de mi padre. Hace una hermosa noche para
escribir. ¡Los tres estamos preparados para una nueva andanza!
ALEJANDRO GONZÁLEZ, 2º ESO
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