martes, 5 de noviembre de 2013

Nuestros escritores (I)


ESTA ES MI HISTORIA:  

La Joven Lectora.


Érase una vez una niña, llamada Valentina, a la que le encantaba leer.

Ella leía, leía y leía y nunca paraba.

Pasaba las tardes en la biblioteca, viajando por todo el mundo con los libros de geografía; llorando, con las novelas tristes; riendo, con las historias alegres; viviendo aventuras, con los libros de acción; aprendiendo a enamorarse, con las historias de amor…

Letra tras letra, palabra tras palabra, página tras página, capítulo tras capítulo, terminó por leerse todos los libros de la biblioteca municipal, tanto de la sección infantil, como de la de adolescentes, como de adultos.

No quedaba nada más que pudiera leer, así que sólo podía releer.

Y volvió a leer los libros que más le gustaban, una y otra vez, hasta que casi se aprendió las palabras de memoria.
Una tarde, cuando guardaba una de sus novelas favoritas en una estantería, lo vio. Era un gran libro forrado de cuero, en la más alta de las baldas, casi rozando el techo, sin ningún otro libro alrededor.

Y decidió que debía leerlo.

Estiró la mano, pero apenas cubría la mitad de la distancia que la separaba del libro. Pero no se dio por vencida. Cogió La Isla del Tesoro, Viaje al Centro de la Tierra, Don Quijote de la Mancha y un par de libros más, apilándolos uno sobre otro, y se subió a la pila, estirando la mano de nuevo.

Pero seguía sin alcanzar el preciado volumen.

Guardó los respectivos libros de la pila en sus sitios. Corrió al lugar donde se solía sentar la bibliotecaria, que no se hallaba presente en esos momentos. Y casi lo agradeció, porque no estaba segura de que la bibliotecaria le dejara llevarse la enorme escalera, que estaba colocada junto a la pared, detrás de su silla.

Valentina, tras coger la escalera, la arrastró no sin dificultad hasta la estantería. Cuando se cercioró de que era completamente seguro subirse a ella, abordó el primer escalón con cuidado, agarrándose fuertemente a los siguientes escalones.

Entonces llegó al último escalón. Estirando su brazo tomó el libro, que le pareció extraordinariamente ligero y bajó con más precaución aún, con el esbozo de una triunfal sonrisa en los labios.

Dejó la escalera en su sitio inicial (con un poco de suerte, la bibliotecaria no se daría cuenta de sus andanzas), y se sentó sobre una mullida alfombra.

Intentó abrir el libro, esperando sumergirse en mil nuevas fantásticas historias, pero la sonrisa se borró de su cara.

No podía abrirse. Estaba cerrado… con llave. Miró la cerradura oxidada, buscando una posible solución.

Se sacó una horquilla del pelo e intentó forzarla. Pero fue inútil.

Entonces pensó en todos los libros que había leído. Pensó en llaves.

Llaves encantadas que abrían la puerta de otro mundo, llaves refinadas, llaves antiguas, llaves de casa y del garaje, llaves de mil formas y colores que abrían la puerta a nuevas y fantásticas aventuras.

Una llave dorada tomó forma en el aire y descendió suavemente hasta la mano de la niña que, sin dudarlo un segundo, la introdujo en la cerradura. Descubrió con placer que giraba fácilmente.

La llave se diluyó en el aire.

La niña retiró la envoltura de cuero que le había impedido abrir el libro e intentó abrirlo de nuevo.

Pero tampoco pudo.

Dos recias correas de dura piel estaban atadas con un nudo imposible alrededor del libro, impidiendo su apertura.

Tiró de ellas, pero eran tan fuertes que no se desplazaron ni medio milímetro.

Valentina pensó en todos los libros que había leído. Pensó en hadas que, cuando agitaban sus varas mágicas, desataban cualquier nudo; en niños tan hábiles que reconocían todos los tipos de nudos; en nudos imposibles de hacer y deshacer, nudos marineros, nudos de cordones de zapatos, nudos duros y flojos…

Entonces, lentamente, el nudo comenzó a deshacerse por sí solo hasta desaparecer.

La niña despojó al preciado libro de las correas de piel e intentó abrirlo de nuevo.

Por tercera vez, su propósito no llegó a buen puerto.

Las páginas estaban estrechamente pegadas entre sí por una especie de resistente resina de color ámbar. Ella rascó con las uñas y con su horquilla, pero apenas se desprendieron unas esquirlas.

Completamente derrotada, dio rienda suelta al llanto.

Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas y aterrizaron suavemente sobre el fuerte pegamento, que se derritió lentamente hasta que solo tuvo entre sus manos un libro grande, extrañamente ligero, con las páginas algo húmedas.

Lo intentó abrir y quedó embriagada por el júbilo, cuando comprobó que lo había conseguido. Por fin, lo leería. Sería transportada a nuevos mundos con el poder de las palabras…

Sin embargo, sus fantasías se desvanecieron lentamente.

En blanco. Todas y cada una de las páginas del libro estaban completamente en blanco.

Pasó hojas, desesperada, buscando febrilmente algún indicio de que un esbozo de tinta hubiera manchado alguna página.

Y no encontró nada.

Cerró el volumen de golpe. Lo colocó en su regazo.

¿Quién iba a querer encuadernar un libro en blanco? Ella no, desde luego.

Entonces se cercioró de que el libro se hacía cada vez más pesado en su regazo y reconoció aquel peso. Comprendió por qué el libro había sido tan ligero antes. Le faltaba el peso de las palabras.

Lo abrió por la primera página; encantada al comprobar que las letras iban apareciendo poco a poco, como si fuera un libro mágico. Y empezó a leer.

“Érase una vez una niña, llamada Valentina, a la que le encantaba leer.




Ella leía, leía y leía y nunca paraba.

Pasaba las tardes en la biblioteca, viajando por todo el mundo con los libros de geografía…”

Se frenó en seco. Le sonaba mucho, hasta que reconoció su propia historia en las palabras del libro, que no estaba hecho para leerlo, sino para que alguien plasmara sus fantasías allí.

Se giró, sintiéndose observada y vio que la bibliotecaria la miraba con una amplia sonrisa en el afable rostro.

Volvió sus ojos al libro y comprobó que las letras se borraban tan rápido como habían aparecido, reemplazadas por una frase que la llenó de alegría:

“RECUERDA QUE LAS MEJORES HISTORIAS AÚN ESTÁN POR ESCRIBIR”.

“Y UNA DE ELLAS ES TU HISTORIA”.

                              FIN
PATRICIA ÁLVAREZ BARRIOS, 2º ESO

****************************************

LA VIDA ES POR SI MISMA UNA NOVELA

Ya no quedaba nadie en el teatro, salvo el eco de los últimos murmullos de los más rezagados.
Los aplausos de hacía sólo escasa media hora dormían en la oscuridad del patio de butacas.
Los operarios ya habían desmontado los útiles que utilizamos para la presentación de mi último libro.
El escenario, ruborizado en su desnudez, por mi incómoda presencia, hacía crujir las tablas de la superficie donde se apoyaba.
En un rincón descansaba una enorme fotografía de cuando era pequeño, no debía de tener más de diez años, tumbado sobre la alfombra de la biblioteca de mi casa, leía absorto un libro. Debajo de la misma, unas enormes letras negras revelaban mi nombre, Sergio Laviades.
Enfrente, mi personaje de ficción, el caballero de la Orden del Temple, Don Enrique De Alarcón, parecía querer despojarse del cartón troquelado que le servía de soporte.
Me senté en la primera fila y suspiré, el mutismo cómplice de aquel recinto, nunca revelaría a nadie, que me sentía abrumado.
Tenía sólo quince años, pero me había convertido en el escritor más leído por la juventud de varios países europeos.
 Las aventuras de mi Caballero Templario se habían traducido a varios idiomas. Esa noche, había presentado una nueva entrega en el teatro de mi ciudad, con un éxito importante.
Cerré los ojos y pensé en mi padre, y en como Don Enrique de Alarcón, mi personaje, entró en mi vida.
  Habían pasado más de tres años desde aquel aciago atardecer, en el que mi padre y yo regresábamos de una conferencia sobre las Cruzadas.
Él era un prestigioso profesor e historiador. Podía escucharlo hablar durante horas; tenía la increíble cualidad de que cualquier acontecimiento histórico que relataba parecía una fascinante aventura.
Aquel día estaba especialmente brillante, el público le escuchaba boquiabierto. Yo no podía apartar mi mirada de él, me invadía un profundo sentimiento de orgullo, y repetía mentalmente cada una de sus palabras con satisfacción.
Sin embargo, en el juego con el destino, esa tarde llevábamos mala mano. La carretera como serpiente agitada por la tormenta nos lanzó fuera de ella.
Mi padre llevó la peor parte. Yo con mejor suerte, sólo hice añicos mi pierna izquierda. Un costurón de la operación y una leve cojera quedaron como secuelas de esa broma amarga del destino. La cicatriz más profunda perduraría en el alma.
 Durante meses, pasé las tardes en la habitación de mi padre, leyéndole los libros que más le fascinaban, los cogía de su biblioteca con mucho cuidado, sabía que para él, eran verdaderos tesoros.
El sonido monótono, que emitía el respirador que auxiliaba sus pulmones, acompasaba mi lectura apasionada de todas aquellas historias maravillosas.
Una tarde escogí un libro, en el que nunca antes me había fijado. Reposaba en el escritorio de mi padre sobre un montón de papeles. Era un tratado sobre la Orden del Temple. Me apresuré a compartir mi lectura con papá, recordaba que él tenía especial devoción por la historia de esa Orden monástica. En cuanto abrí el manual, observé que mi padre tenía varias anotaciones en los márgenes. Era un esquema de ideas para desarrollar una novela sobre la vida de un héroe templario que protegería el camino de Santiago de villanos a su paso por el Bierzo.
-Papá ¡Esto es asombroso!- exclamé, aunque sabía que no podía responderme. Yo notaba que me escuchaba. Cuando le leía sus libros favoritos, sus ojos pestañeaban avivadamente. Estaba seguro de que mi padre se escondía en algún lugar de ese cuerpo inerte.
Durante días me dediqué a leer el libro de los templarios, quería saberlo todo sobre ellos, como mi padre. Él también parecía disfrutar con la lectura. Hubiera jurado que en algún momento, un esbozo de sonrisa había asomado en su pálido rostro. 
-  Papá, imagínate la capa blanca del caballero ondeando al viento, cabalgando en su negro corcel a través de un bosque de castaños, acudiendo raudo, en auxilio de un pobre peregrino. ¿Puedes verlo, papá? ¡Desenfundando su resplandeciente espada, mientras persigue a un rufián asaltante de caminos!
Yo fantaseaba con aquel caballero, soñaba despierto con mil y una aventuras. Le imaginaba tras los muros del Castillo de Ponferrada, recorriendo sus salas, sus patios….
De pronto se me ocurrió.
- ¡Papá! ¿Qué te parece el nombre de Don Enrique De Alarcón? Suena bien, ¿verdad? En ese momento, me pareció escuchar un suave susurro de mi padre. Me incliné sobre él.
- ¿Has dicho algo? – pregunté expectante.
-¡Escribe la historia! - un débil hilo de voz salió de los labios de papá.
-¡Sabía que estabas aquí! - le abracé con esperanza.
Trasladé mi mesa de estudio a la habitación de mi padre, y comencé a relatar la vida de mi caballero de la Orden del Temple.


Leía a mi padre cada línea que escribía, y sentía como su rostro se llenaba de luz.
Los compañeros de mi padre acudían a menudo a visitarlo. Una tarde decidí enseñarle al editor de sus libros, gran amigo suyo, todo lo que llevaba escrito. Lo ojeaba impresionado.
– Tu hijo tiene talento, veremos qué podemos hacer- le dijo a mi padre apretándole su mano inmóvil.
Ambos percibimos una mueca de satisfacción en su agotado semblante.
Desde aquel día, las aventuras de Don Enrique de Alarcón, estaban más cerca de ser conocidas por todos.
Cada tarde, a la salida del colegio, me dirigía a la editorial, los correctores me ayudaban con los textos y un ilustrador dio vida, cuerpo y rostro a mi personaje de ficción.
Al regresar a casa, contaba a mi padre los progresos que hacíamos, le llevaba los dibujos y las correcciones. Aprendí a leer en sus pupilas lo orgulloso que se sentía.
El día que cumplí trece años, la editorial presentó el primer volumen de las peripecias de mi caballero. Pronto se convirtió en un éxito de ventas; empezaron las entrevistas en televisión, en prensa, etc.
Mi editor y mi madre me acompañaban siempre, pero yo echaba de menos la presencia de mi padre. Estaba deseando llegar a casa, a su habitación y contarle todo.
Le leía lo que publicaban los periódicos, las revistas. Él me esperaba, percibía lo feliz que se sentía.
Seguí escribiendo a su lado. Todo el tiempo libre que me dejaban mis estudios, se lo dedicaba a mi padre y a Don Enrique de Alarcón.
Hoy, mi caballero templario y yo seguimos solos en la aventura. Mi padre perdió la última cruzada que libró.
Sigo escribiendo en la habitación que fue de papa, no podría hacerlo en otro lugar.
De alguna manera sé que los tres siempre galoparemos, sobre la grupa del fuerte corcel de mi caballero de la Orden del Temple.

 
Oigo pasos a mi espalda, comienza a hacer frío en el teatro.
-¿Vamos Sergio? – pregunta mi editor.
-El tercer libro de D. Enrique de Alarcón está superando todas las expectativas - afirma.
Echo un último vistazo a mi alrededor. Y recorro el largo pasillo hasta el exterior. Un coche me espera. Pero yo quiero regresar a casa caminando. El cielo estrellado guía mis pasos hasta el Castillo de Ponferrada. Lo observo, seguramente tras esos muros, Don Enrique de Alarcón, descansa antes de partir a su próxima aventura.
 Regreso a mi hogar, y voy directo a mi escritorio, cojo la vieja pluma de mi padre. Hace una hermosa noche para escribir. ¡Los tres estamos preparados para una nueva andanza!
 ALEJANDRO GONZÁLEZ, 2º ESO

No hay comentarios:

Publicar un comentario