jueves, 10 de diciembre de 2015

NO CONFÍES EN UN MAÑANA

Los alumnos de Literatura Universal de 4º ESO, después de profundizar en el género de la distopía y en las obras distópicas de la literatura, intentaron escribir un texto con las características de estas composiciones. Uno de los relatos distópicos que crearon fue el que presentamos a continuación:

 NO CONFÍES EN UN MAÑANA

Cierro mis ojos. Intento concentrarme en escuchar algún sonido procedente del exterior. Nada, ni un liviano susurro del viento. Debería ser otoño. Nada, ni el crujir de una hoja bajo la bota del vigilante. Quizá ya no haya aire, ni árboles, ni siquiera  guardián de este nauseabundo laboratorio. Me angustia el riesgo de asfixia. Aunque especulo con la liberadora posibilidad de que la falta de oxígeno acabe rápidamente con la agonía de saber que estamos abocados a morir. Agito la cabeza en claro gesto de desaprobación. Me reprocho a mí mismo la actitud derrotista. Sólo es cansancio- me perdono sin mucho convencimiento.
Hace ya una década que la devastación azota el planeta. El armamento químico utilizado en la tercera guerra mundial liberó un virus letal que muta rápidamente.
La Organización Mundial de la Salud coordinó durante años una acción internacional para encontrar una vacuna eficaz. La escasez de recursos humanos y materiales hizo que ésta fracasara. Actualmente la menguada población humana que aún resiste se concentra malviviendo míseramente en el norte de la desaparecida Europa.
Una oligarquía de antiguos mandatarios internacionales que sobrevivieron en búnkeres tiraniza a los endebles súbditos. Aquellos que manifiestan cualquier posible síntoma de enfermedad son asesinados sin miramientos sobre su condición de niño o adulto.
Estos sanguinarios se aferran a una existencia que se escapa a la raza humana, condenada a extinguirse, al igual que  la mayoría de especies de seres vivos ya desaparecidos.
Altos mandos del régimen han puesto en marcha una nueva medida de cuya crueldad soy víctima. Los científicos y médicos supervivientes estamos encarcelados en un desmantelado laboratorio. El virus mortal ha sido inoculado a nuestros hijos o parientes más cercanos para asegurarse de que trabajaremos sin descanso y con el máximo interés por encontrar la ansiada vacuna. Una vez infectado la esperanza de vida no supera el mes. En niños no más de tres semanas.

Durante unos minutos al día nos permiten visitarlos. Mi hija aún no ha manifestado los síntomas. No tardará más de unas horas en comenzar con febrícula, después la temperatura irá en aumento. Su mirada refleja terror. Me gustaría poder sentir el tacto de su mano sin este aparatoso traje protector. Realizo una promesa que tengo escasas posibilidades de cumplir.
Somos siete los investigadores retenidos. Cuatro hombres y tres mujeres en una prueba contrarreloj compitiendo contra la pandemia más virulenta conocida por el ser humano.
Se nos acaba el tiempo. El niño del Doctor Simmons probablemente no supere una noche más.
La Doctora Frye arroja con ira una probeta contra la vitrina. Un frasco derrama su contenido contaminando las muestras que estábamos analizando.
Nos apresuramos a comprobar las consecuencias del desaguisado que la mujer ha provocado con su arrebato.
Su acto de rabia ha podido complicarnos todavía más las cosas. Descubrimos con espanto que el recipiente contiene un virus actualmente erradicado.
Algunos de los presentes recriminan la actitud imprudente de la facultativa. Me abstengo de participar en la discusión.  Examino con detenimiento la disolución resultante de la accidental unión entre los genomas del extinto sarampión y el microorganismo letal que nos ocupa.
Interrumpo la azorada conversación de mis compañeros. Comparto con ellos mi incredulidad. La cápsida de la mortífera toxina se debilita dejando de proteger su genoma al entrar en contacto con el sarampión común.
Una enfermedad erradicada a finales del siglo XX puede ser nuestra salvación.
Contenemos nuestro júbilo. Contagiar de sarampión a enfermos tan inmune deprimidos puede provocar igualmente la muerte o incluso precipitar el desenlace.

- ¡Selección natural!-exclama el profesor Gamboa. La raza humana está al borde de su desaparición. La única esperanza es que sobrevivan los más aptos. Quizá el darwinismo social tenga ahora más sentido que nunca.
- Valerse de una teoría evolutiva para forzar desde un laboratorio que resistan los genéticamente superiores se me antoja repugnante. Aunque entiendo que es la única opción –asevera Frye.
- ¿Entonces todos de acuerdo?- Los siete asentimos sin despegar la vista del suelo. Tan indeseable medida no nos permite ningún gesto entusiasta de confirmación.
- Si queremos dar una oportunidad a la humanidad, debemos ir más allá. Recordad por qué estamos aquí. ¡Quizá sea tarde para algunos de nuestros familiares contagiados cruelmente por criminales! Pero si vamos a propagar un bacilo para acabar con otro confiando en que los organismos más fuertes generen defensas por sí mismos para librarse del segundo, ¿por qué no liberarles nosotros de un sistema despótico y criminal?- razona el doctor Holmes.
- Estoy de acuerdo- afirmo coléricamente. El resto de voces se unen a mí.
- Reflexionemos sobre los pasos a seguir. Primero, sin más demora, debemos infectar a nuestros hijos de sarampión y confiar en que puedan sobrevivir.
- Para salir de aquí comunicaremos al gobierno que hemos encontrado una vacuna. Nos pedirán resultados, por lo que  esperaremos a la recuperación de alguno de los niños. Ellos pensarán que realmente se trata de una vacuna. Les inmunizaremos contra el sarampión para impedir que puedan contraerlo y a su vez les transmitiremos el germen de la epidemia. Al no poder desarrollar el primero,  fallecerán.
- Pero posiblemente desconfíen y nos pidan que nos administremos parte de la dosis nosotros en su presencia – palidece la profesora Everdeen.

- Sí, también lo tengo previsto- continúa Holmes. Así que previamente debemos inyectarnos la mortal carga viral, posteriormente contraer el sarampión. Debemos ser conscientes de que no todos sobreviviremos. Si superamos ambas enfermedades, la dosis de la vacuna del sarampión contaminada con la infección devastadora no nos hará ningún efecto, ya que tendremos anticuerpos suficientes en nuestro organismo. Volver a desarrollar cualquiera de los dos procesos víricos es científicamente imposible.

Los días transcurren lánguidamente. Sólo tres chiquillos han conseguido curarse. Entre ellos mi pequeña Raquel. Yo aún estoy muy débil aunque creo que resistiré.  Tres científicos del grupo han fallecido.
Hemos vacunado a todos los despóticos oligarcas. Les convencimos de que con tan escasos medios sólo podíamos generar unas doscientas dosis. Su egoísmo les llevó a apoderarse de todas las vacunas para ellos y los suyos. Por lo que hacerles caer en la trampa fue relativamente sencillo.
El aliento gélido de la parca ha invadido cada rincón de los bunkers.
Su regimiento de secuaces ha desertado huyendo de un posible contagio. El gobierno ha sido derrocado.
Nos han liberado. En el exterior impera el caos.
Deambulo sin rumbo apretando el enjuto cuerpo de mi hija contra mi pecho.
Sombrías danzas de hambruna y muerte se retuercen en las calles.
No obstante, sonrío. Un halo de esperanza se vislumbra en la asolada ciudad.
La humanidad se abre camino. Cada vez hay más personas que han vencido la infección.
Confío tanto en la capacidad de regeneración del ser humano como en su instinto devastador.
El hombre resurgirá, construirá, prosperará. Después, volverá a autodestruirse irremediablemente. Así una y otra vez.

Alejandro González Anievas, 4º ESO

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