Después de
leer a los autores del s. XX y comentar sus textos, l@s alumn@s de 4º de ESO han ilustrado algunos textos.
Poesía de la creación de Gerardo Diego (ed. Seix Barral)
¿No os parece, hermanos,
que hemos vivido muchos años en el sábado?
Descansábamos
porque Dios nos lo daba todo hecho.
Y no hacíamos nada, porque el mundo
mejor que Dios lo hizo…
Hermanos, superemos la pereza.
Modelemos, creemos nuestro lunes,
nuestro martes y miércoles,
nuestro jueves y viernes…
Hagamos nuestro Génesis.
Con los tablones rotos,
con los mismos ladrillos,
con las derruidas piedras,
levantemos de nuevo nuestros mundos.
La página está en blanco:
«En el principio era…»
que hemos vivido muchos años en el sábado?
Descansábamos
porque Dios nos lo daba todo hecho.
Y no hacíamos nada, porque el mundo
mejor que Dios lo hizo…
Hermanos, superemos la pereza.
Modelemos, creemos nuestro lunes,
nuestro martes y miércoles,
nuestro jueves y viernes…
Hagamos nuestro Génesis.
Con los tablones rotos,
con los mismos ladrillos,
con las derruidas piedras,
levantemos de nuevo nuestros mundos.
La página está en blanco:
«En el principio era…»
- ¿Qué significa en este poema el sábado? ¿Y los demás días de la semana?
- ¿Qué nos anima a hacer el autor?
- ¿Por qué el poeta ha terminado el poema con las palabras del Génesis?
Doña Rosita la soltera de Federico García Lorca (Ed. Espasa-Calpe)
ROSITA.— No se preocupe de
mí, tía. Yo se que la hipoteca la hizo para pagar mis muebles y mi ajuar, y
esto es lo que me duele.
TÍA.— Hizo bien. Tú lo merecías todo. Y todo lo que se compró es digno de ti y será hermoso el día que lo uses.
ROSITA.— ¿El día que lo use?
TÍA.— ¡Claro! El día de tu boda.
ROSITA.— No me haga usted hablar.
TÍA.— Ese es el defecto de las mujeres decentes de estas tierras. ¡No hablar! No hablamos y tenemos que hablar. (A voces.) ¡Ama! ¿Ha llegado el correo?
ROSITA.— ¿Qué se propone usted?
TÍA.— Que me veas vivir, para que aprendas.
ROSITA.— (Abrazándola.) Calle.
TÍA.— Alguna vez tengo que hablar alto. Sal de tus cuatro paredes, hija mía. No te hagas a la desgracia.
ROSITA.— (Arrodillada delante de ella.) Me he acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí, pensando en cosas que estaban muy lejos, y ahora que estas cosas ya no existen sigo dando vueltas y más vueltas por un sitio frío, buscando una salida que no he de encontrar nunca. Yo lo sabía todo. Sabía que se había casado; ya se encargó un alma caritativa de decírmelo, y he estado recibiendo sus cartas con una ilusión llena de sollozos que aun a mí misma me asombraba. Si la gente no hubiera hablado; si vosotras no lo hubierais sabido; si no lo hubiera sabido nadie más que yo, sus cartas y su mentira hubieran alimentado mi ilusión como el primer año de su ausencia. Pero lo sabían todos y yo me encontraba señalada por un dedo que hacía ridícula mi modestia de prometida y daba un aire grotesco a mi abanico de soltera. Cada año que pasaba era como una prenda íntima que arrancaran de mi cuerpo. Y hoy se casa una amiga y otra y otra, y mañana tiene un hijo y crece, y viene a enseñarme sus notas de examen, y hacen casas nuevas y canciones nuevas, y yo igual, con el mismo temblor, igual; yo, lo mismo que antes, cortando el mismo clavel, viendo las mismas nubes; y un día bajo al paseo y me doy cuenta de que no conozco a nadie; muchachas y muchachos me dejan atrás porque me canso, y uno dice: "Ahí está la solterona"; y otro, hermoso, con la cabeza rizada, que comenta: "A esa ya no hay quien le clave el diente." Y yo lo oigo y no puedo gritar, sino vamos adelante, con la boca llena de veneno y con unas ganas enormes de huir, de quitarme los zapatos, de descansar y no moverme más, nunca, de mi rincón.
TÍA.— ¡Hija! ¡Rosita!
TÍA.— Hizo bien. Tú lo merecías todo. Y todo lo que se compró es digno de ti y será hermoso el día que lo uses.
ROSITA.— ¿El día que lo use?
TÍA.— ¡Claro! El día de tu boda.
ROSITA.— No me haga usted hablar.
TÍA.— Ese es el defecto de las mujeres decentes de estas tierras. ¡No hablar! No hablamos y tenemos que hablar. (A voces.) ¡Ama! ¿Ha llegado el correo?
ROSITA.— ¿Qué se propone usted?
TÍA.— Que me veas vivir, para que aprendas.
ROSITA.— (Abrazándola.) Calle.
TÍA.— Alguna vez tengo que hablar alto. Sal de tus cuatro paredes, hija mía. No te hagas a la desgracia.
ROSITA.— (Arrodillada delante de ella.) Me he acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí, pensando en cosas que estaban muy lejos, y ahora que estas cosas ya no existen sigo dando vueltas y más vueltas por un sitio frío, buscando una salida que no he de encontrar nunca. Yo lo sabía todo. Sabía que se había casado; ya se encargó un alma caritativa de decírmelo, y he estado recibiendo sus cartas con una ilusión llena de sollozos que aun a mí misma me asombraba. Si la gente no hubiera hablado; si vosotras no lo hubierais sabido; si no lo hubiera sabido nadie más que yo, sus cartas y su mentira hubieran alimentado mi ilusión como el primer año de su ausencia. Pero lo sabían todos y yo me encontraba señalada por un dedo que hacía ridícula mi modestia de prometida y daba un aire grotesco a mi abanico de soltera. Cada año que pasaba era como una prenda íntima que arrancaran de mi cuerpo. Y hoy se casa una amiga y otra y otra, y mañana tiene un hijo y crece, y viene a enseñarme sus notas de examen, y hacen casas nuevas y canciones nuevas, y yo igual, con el mismo temblor, igual; yo, lo mismo que antes, cortando el mismo clavel, viendo las mismas nubes; y un día bajo al paseo y me doy cuenta de que no conozco a nadie; muchachas y muchachos me dejan atrás porque me canso, y uno dice: "Ahí está la solterona"; y otro, hermoso, con la cabeza rizada, que comenta: "A esa ya no hay quien le clave el diente." Y yo lo oigo y no puedo gritar, sino vamos adelante, con la boca llena de veneno y con unas ganas enormes de huir, de quitarme los zapatos, de descansar y no moverme más, nunca, de mi rincón.
TÍA.— ¡Hija! ¡Rosita!
ROSITA.— Ya soy vieja. Ayer le oí decir al ama que todavía podía yo casarme. De ningún modo. No lo pienses. Ya perdí la esperanza de hacerlo con quien quise con toda mi sangre, con quien quise y... con quien quiero. Todo está acabado... y, sin embargo, con toda la ilusión perdida, me acuesto, y me levanto con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener la esperanza muerta. Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía..., ¿es que no tiene derecho una pobre mujer a respirar con libertad? Y sin embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que apretase sus dientes por última vez.
TÍA.— ¿Por qué no me hiciste caso? ¿Por qué no te casaste con otro?
ROSITA.— Estaba atada, y además, ¿qué hombre vino a esta casa sincero y desbordante para procurarse mi cariño? Ninguno.
TÍA.— Tú no les hacías ningún caso. Tú estabas encelada por un palomo ladrón.
ROSITA.— Yo he sido siempre seria.
TÍA.— Te has aferrado a tu idea sin ver la realidad y sin tener caridad de tu porvenir.
ROSITA.— Soy como soy. Y no me puedo cambiar. Ahora lo único que me queda es mi dignidad. Lo que tengo por dentro lo guardo para mi sola.
TÍA.— Eso es lo que yo no quiero.
AMA.— (Saliendo de pronto.) ¡Ni yo tampoco! Tú hablas, te desahogas, nos hartamos de llorar las tres y nos repartimos el sentimiento.
ROSITA.— ¿Y qué os voy a decir? Hay cosas que no se pueden decir porque no hay palabras para decirlas; y si las hubiera, nadie entendería su significado. Me entendéis si pido pan y agua y hasta un beso, pero nunca me podríais ni entender ni quitar esta mano oscura que no sé si me hiela o me abrasa el corazón cada vez que me quedo sola.
AMA.— Ya está diciendo algo.
TÍA.— Para todo hay consuelo.
ROSITA.— Sería el cuento de nunca acabar. Yo sé que los ojos los tendré siempre jóvenes, y sé que la espalda se me irá curvando cada día. Después de todo, lo que me ha pasado le ha pasado a mil mujeres. (Pausa.) Pero ¿por qué estoy yo hablando todo esto? (Al ama) Tú, vete a arreglar cosas, que dentro de unos momentos salimos de este carmen; y usted, tía, no se preocupe de mí. (Pausa. Al ama.) ¡Vamos! No me agrada que me miréis así. Me molestan esas miradas de perros fieles. (Se va el ama.) Esas miradas de lástima que me perturban y me indignan.
TÍA.— Hija, ¿qué quieres que yo haga?
ROSITA.— Dejarme como cosa perdida. (Pausa. Se pasea.) Ya sé que se está usted acordando de su hermana la solterona..., solterona como yo. Era agria y odiaba a los niños y a toda la que se ponía un traje nuevo..., pero yo no seré así. (Pausa.) Le pido perdón.
TÍA.— ¡Qué tontería!
(Aparece por el fondo de la habitación un MUCHACHO de dieciocho años.)
ROSITA.— Adelante.
MUCHACHO.— Pero ¿se mudan ustedes?
ROSITA.— Dentro de unos minutos. Al oscurecer.
PREGUNTAS
- ¿Qué espera Rosita durante tantos años? ¿Por qué no lo obtiene?
- ¿Cómo reacciona Rosita ante el engaño?
- ¿Cómo era la vida de las mujeres que se quedaban solteras en época de Lorca? ¿Cómo es en la actualidad? Investiga si te hace falta.
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